martes, 13 de diciembre de 2011

Imágenes para el artículo "Robert Mapplethorpe. Cuerpo a cuerpo"

A continuación se mostrarán una serie de imágenes del fotógrafo Robert Mapplethorpe tomadas como referencia para el artículo "Robert Mapplethorpe. Cuerpo a cuerpo" de Ángel Saiz para el número "Los límites del cuerpo"
http://www.revistaperiplo.com/


Retratos (El cuerpo sofisticado)




Autorretratos (El cuerpo como historia personal)



Desnudos (El cuerpo ajeno)

 


Esculturas (El cuerpo representado)




Sadomasoquismo (El placer del cuerpo castigado)




Flores (El cuerpo metafórico)




jueves, 8 de diciembre de 2011

El cuerpo enfermo. Lola quiere pintar


Un vistazo al perfil de Lola Gil en una red social nos devuelve la instantánea borrosa de sus últimos días, sus últimos retratos y sus proyectos truncados. Nacida en Sevilla el 1 de abril de 1967, Lola Gil Ramos fue una artista de vocación temprana y realización tardía, que probó suerte en la docencia antes de atreverse a materializar su sueño en la pintura.
            Lola era un mujer discreta, de voz dulce y leve, a la vez frágil y vital. Pintaba sus labios de rojo insuflándose energía a través del carmín, como hacen las mujeres en tiempos de crisis, y siempre se mostraba pronta a la sonrisa. Llevaba el pelo corto, a lo garçon, y endulzaba con coquetería su presencia enjuta, ósea, con algún detalle colorido, delicado, a veces infantil, quizá un broche o una flor. Así al menos era la Lola de entreguerras, la mujer amable y laboriosa que había superado el cáncer y hablaba con pavor de la quimioterapia, la artista que estampaba transferencias de su cabeza pelada en cuarto de pintura.
            Dice quien la conoció y la quiso que jamás fue tan feliz como en aquellos días de estudiante de arte, pues nunca antes se sintió tan comprendida sin tener siquiera que explicarse. Se había descubierto en la pintura, tras un largo y costoso proceso de reafirmación, y ya no pudo dejar de crear. En ocasiones esta necesidad se transformaba en impulso frenético y Lola retomaba  el lienzo a deshora, sorprendiendo a los suyos en la madrugada. Eran los tiempos felices, cuando aún tenía fuerzas para dar salida a su efervescencia creativa, más adelante, limitada por sus dolencias, nos hacía partícipes del más fuerte de sus deseos. Lola quería pintar y los días que lo conseguía iban marcados por esta buena nueva.
            Lola siempre pintaba lo cercano, la cotidianidad de sus objetos personales, sus libros, sus fotos; en definitiva, su orden. Su primera exposición mostraba el lugar de las pequeña cosas en sus estanterías, el resultado de este obrar pausado en el tiempo que es proporcionar un espacio a cada objeto. Repetiría este esquema de orden y sencillez años más tarde al transformar en expresión artística el alboroto de una mudanza, convirtiendo cada caja de cartón en un módulo constructivo. Pareciera que la intención de estas series fuese dotar de visibilidad a lo pequeño y rutinario, revalorizar los componentes del vivir del día a día acentuando su materialidad, su carácter de hábitat, cuando la realidad de su presencia es a menudo eclipsada por nostalgias, anhelos y ambiciones.
            Aun cegados por el brillo intenso de las obras de una artista que halló en el color y la mancha su medio de expresión, no podemos dejar de percibir en sus composiciones el equilibrio y la marcada solidez de la estructura. No por casualidad los referentes pictóricos de Lola Gil se hallan en el primer Renacimiento, siendo Masaccio, Botticelli y Miguel Ángel los artistas a los que más admiró. Ella envidiaba el dominio del dibujo, pero sus modos de expresión la acercaban progresivamente al expresionismo y a algunas formas de abstracción.
            La llegada del cáncer supuso un nuevo rumbo en su obra. El testimonio gráfico de sus padecimientos llegó como una consecuencia natural de su arte intimista, introspectivo. Retrató entonces su cuerpo enfermo, siempre cambiante en un proceso continuo de deterioro sin retorno. La incursión en este género no se produjo de manera abrupta, la artista continuó trabajando en sus naturalezas muertas, temática que nunca abandonó, progresivamente, sin embargo, su atención se fue desplazando hacia su propio cuerpo. Las cicatrices y la pérdida del cabello eran señales demasiado evidentes para ser ignoradas y tímidamente  sus cuadernos de apuntes se poblaron de pequeñas y esquemáticas representaciones de mujeres “transformadas”, cuya simbología densa remite inequívocamente a la propia experiencia de la autora. Las cabezas desnudas, los senos descubiertos, marcados o ausentes y la falta de ciertos miembros son algunos de los signos que, con variantes, se repiten a lo largo de esta serie. Asimismo, la presencia de mariposas o la propia transformación en sujeto híbrido, con alas y aletas, de una de estas “peladas” son señales que nos aproximan al término metamorfosis ya sea como proceso biológico,  y por tanto natural, o a su vertiente mitológica y excepcional. El espacio ocupado por las protagonistas de estas escenas se redimensiona como parte integrante del propio sujeto cuando raíces, plumas y hojas, trascienden la  amable función decorativa para convertirse en piezas supletorias de los miembros ausentes. Más allá de la evidente autorreferencialidad de estas láminas, confirmada por la consideración de algunas de ellas como autorretratos, el significado de estas representaciones es confuso, pues de su lectura se deducen dos concepciones opuestas. Si bien por una parte el sujeto mutilado parece integrarse en un entorno cálido y onírico, arropado y reconfortado quizá por una naturaleza reparadora; puede interpretarse del lado opuesto, que es esta misma naturaleza la causante de la agresión, cuando en una arrancada expansiva coloniza el cuerpo vulnerable y lo diluye en el paisaje. No hay que descartar la vía intermedia, pues aún cabe la posibilidad de que en estas acuarelas la misma artista plasmara sus dudas, de esta manera la naturaleza jugaría intencionadamente un rol ambiguo, como protagonista de un enigma que únicamente el transcurrir del tiempo pudiese desvelar. En cualquier caso y tomando como válida cualquiera de las tres interpretaciones, parece claro que el sujeto de estas representaciones está subordinado al cambio y que su papel en el devenir de los acontecimientos se ve reducido a la mera expectación pasiva. Sumida en este laissez faire, como escudo contra la fatalidad, como sostén en el precipicio, Lola Gil emplea con inocente y tierna convicción unos pinceles. La pintura alcanza así, con esta declaración de intenciones, las funciones oficiales de terapia emocional y plan de vida.
            Este ciclo de mujeres marca el punto de partida de una etapa singular y fecunda en la obra de la artista, caracterizada por el uso  continuado de la propia imagen como principal medio de expresión. La incursión en el género del autorretrato se lleva a cabo a través de un proceso escalonado, pudoroso en sus inicios, de introspección en el que la artista va prescindiendo progresivamente de los elementos externos a los que hacíamos alusión con anterioridad, para centrarse con una fuerza creciente en su propio rostro. De este modo las ilustraciones esquemáticas de mujeres son sustituidas por la imagen reconocible de Lola Gil, al tiempo que desaparece la ornamentación exótica de sus primeras representaciones. La afirmación identitaria conduce a la depuración  de lo externo, la figura se presenta aislada, rodeada del vacío de unos fondos planos y, finalmente, convertida en única protagonista. El carácter simbólico y la fantasía presentes en las “transformadas” ceden terreno al realismo y la crudeza de las nuevas representaciones. Esta evolución de las formas alcanza su cénit  con la realización de “autor LOLA”, obra de la que se sentía especialmente orgullosa y a la que, en consecuencia, destinó un lugar privilegiado en su hogar.  El retrato, de un tamaño mayor al acostumbrado para una artista que se movía con  comodidad en los formatos pequeños, fue ejecutado directamente sobre lienzo, con acrílicos y óleos, a partir del reflejo emitido por un espejo. Lola Gil se presenta con el cráneo desnudo y el uniforme de faena, como persona enferma y como pintora. Ha desaparecido definitivamente cualquier traza de idealismo pasado, se trata únicamente de la artista frente al caballete. La artista sevillana se entiende a sí misma a través de la pintura y esta vuelve a formar parte de la identidad representada por medio de su delantal, como antes lo hiciera mediante unos pinceles. La intensidad de la escena golpea al espectador, pues a la sencillez de la composición se une a la fuerza expresiva del gesto, el color y la pincelada, dando lugar a una obra de una fortísima carga emocional.
            El expresionismo de “autor LOLA” no es la norma a seguir en representaciones ulteriores, puesto que no se da un estilo prevalente asociado al tratamiento de la propia imagen, aunque existan como hemos mencionado ciertos aspectos identificables que permiten señalar giros en su creación. Los retratos de Lola Gil participan del afán experimental que siempre guió a la artista en relación a la técnica y el estilo. En su universo se conjugan obras de tendencias casi contrapuestas, en virtud de la amplitud de sus gustos plásticos. Lola bebe de fuentes diversas: disfruta del primer Kandinsky y de la maestría técnica de Antonio López, se identifica con Frida, admira a Lucien Freud y comparte con el pop el gusto por la seriación y los colores estridentes. Sólo desde esta perspectiva se comprende la variedad de sus autopresentaciones, es el mismo espíritu el que anima el patetismo de “autor LOLA” y la estupefacción y aparente comicidad de sus retratos pop. Su identidad es explorada desde lenguajes plásticos diversos, no circunscritos exclusivamente al ámbito de la pintura. La fotografía fue el medio idóneo para la captación de unos rasgos en constante vigilancia, así como el soporte privilegiado para la manipulación digital de estas imágenes.
            Los últimos retratos compartidos por Lola Gil nos brindan el testimonio de su presencia mórbida en la etapa final. Su rostro hinchado, recién adquirido como un traje o un disfraz, se asienta en el espacio, solemne, mientras la artista sostiene la mirada. Lola juega con su imagen como la vida juega con ella, se muestra indolente ante la desgracia y enfrenta con ironía la fatalidad. Tras las líneas rizadas, los lunares y los colores estridentes se esconde el humor negro del escepticismo, el asombro del que es golpeado y ni siquiera comprende.

María Soledad Hernández Nieto